(Otra) última carga
- Juan J. Mesa
- 8 jul 2024
- 3 Min. de lectura
Es un día hermoso que no hacía hace meses;
los abrigos acaloran y las medias se pueden secar en las ramas de los árboles.
Y hasta los árboles derribados y astillados
–que sirvieron de madriguera–
parecen monumentos.
La horasca se menea con su paz inescrutable
y su dolorosa indiferencia;
tiembla la tierra
y como el barro ahora está seco
los carros de acero pueden cruzar.
Las aves que migraron están devuelta,
los caballos que no se comieron en las batidas
ahora pueden pastar:
las nubes van cediendo por el sol
y vuelve el cielo que alumbra
el color azul de sus promesas.
Ya, hoy pondré el punto final a mi libreta;
de todos modos ya no me quedan gotas
para soportar la vigilia tras la guardia,
tampoco tengo vaselina de untar
para no perder los labios en la ventisca;
otra noche más aquí
y ya no tendría más canciones
–me gasté la candela de los proyectiles
en cigarros reposados y sueños de volver.
El capitán nos mira
como si no hubiera sido otra guerra más el invierno;
apunta con su balloneta hacia el sol
y los que aún les quedan botas para estar en pie
suspiran más con mareo que alivio.
Claro, yo soy el de las canciones y las poesías,
el que sabe leer
y dejó en la base varios cartuchos por empacar libros;
claro que aún mantengo la moral,
la moral –mi capitán me dijo– es mi deber.
Y yo, que medité en las palabra durante el invierno,
precisamente, para no perder la capacidad
ni el frío no se me entrara por la boca
y me acabara el espíritu,
he de gritar y pararme sobre la línea de fuego,
como el primero de los mártires
como la mismísima victoria hecha voz;
y he de ser un símbolo que no existe
y he de portar una llama que a penas arde en mi interior
y he de figurar aquí, en el infierno, el rostro de las cosas bellas
y he de pronunciar cada uno de los nombres
y volver a dibujar con mis dedos las propias calles,
mirando el horizonte como si no fuera hacia el mismo mar que cargamos;
todos me miran y esperan que mi furor los vuelva a mirar;
todos callan y algunos lloran
y los que no murieron de inanición
seguramente ni alcancen a cruzar hoy el alambrado;
¿pero qué puedo hace yo, el grandioso, si las órdenes que nos arrojan
vienen del más allá?
Ay mis hermanos, si fuera mía la esperanza que yo mismo soy.
Y sin embargo en un segundo habré de recodar todas las palabras
y el tiempo por primera vez jugará a mi favor
trayéndome a la memoria los movimientos escondidos en la profecía
para hablarle a cada uno en su lengua
de un mismo gran espíritu que los llama hoy
a combatir
y ser dignos de poseer el verano
o ser merecedores de encarnar lo que el invierno sepulta y deja atrás.
Y en verdad, porque estoy hecho de oro y no me matan las balas,
todos se levantarán –hasta los enfermos–,
porque arremeter será el éxtasis y el milagro,
porque ahora entenderán que las trincheras eran vientres,
porque la imagen de ellos mismos perdida en los charchos de hielo
se habrá restituido en mi piel:
todos nos levantaremos
para la carga final
y todos moriremos
pues somos carne contra metralla.
El lodo del invierno hará de las suyas
hasta que llegen los próximos reclutas,
los que sí alcanzarán la brecha
que nos traiga la paz.

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